Un oficio singular

Todavía era un niño cuando me sacaron de la aldea y me trajeron a la Corte.Unos señores descansaban en un palacio próximo a la casería de mi familia, y dando una tarde uno de sus ociosos paseos, los corpulentos mastines que los acompañaban provocaron un percance: medio jugando descuartizaron a uno de los chuchos milrazas que proliferaban en casa tanto como los gatos y los huidizos ratones. Se ve que las damas de la comitiva, impresionadas por la carnicería, insistieron en resarcir a los amos de la víctima, y por eso un adelantado del grupo golpeó en la puerta de la cocina. Abrí yo, y en aquel momento cambió mi destino (o se impuso, que tal vez esté mejor dicho). Si hubiese abierto cualquiera de mis hermanos no habría ocurrido tal vuelco.

El hombre traía preparadas unas monedas y unas palabras de explicación, que empezó a desplegar vuelto hacia el camino por donde venía y en el que, en un alto, un poco lejos, aguardaba el resto del grupo. Decía no comprender cómo sus mastines, perros especialmente nobles y obedientes, habían podido desmandarse hasta el punto de… y entonces, al girarse con parsimonia para enfrentar por primera vez a su interlocutor, fue cuando enmudeció. Me miraba con los ojos muy abiertos y al rato me incomodé. Intentó seguir hablando pero movía la boca, tragaba saliva y volvía a mover la boca, sin quitarme los ojos de encima, sin parpadear siquiera. “No es posible”, dijo por fin, en voz muy baja. “No te muevas de aquí”, añadió luego, y se fue muy ligero hasta donde le aguardaban los demás. Vinieron como un solo hombre hasta la puerta y me miraron otro rato, exclamando por lo bajo y cuchicheando entre ellos.

“Es en verdad increíble”, musitó una de las damas a otra. Ya no me incomodaban tanto porque yo, por mi parte, me permitía mirarles también, y satisfacer mi curiosidad: nunca había visto a gente igual, ni olido perfumes como los que les envolvían. El que había llamado a la puerta, el único que me dirigía la palabra, preguntó por mi padre, que estaba fuera; entonces por mi madre. Le dije que andaba por el gallinero, y una de las señoras suspiró. Con voz distinta, una voz como un empujón, el hombre dijo que fuera a llamarla, a mi madre. Cuando vino estuvieron hablando un rato junto al fogón, el hombre y ella. De vez en cuando, sin dejar de hablar, se volvían hacia mí, al mismo tiempo, y me miraban. Y el grupo, en la puerta, también me miraba sin quitarme ojo, y susurraban comentarios entre ellos. Me entró miedo.

Cuando me llamó mi madre estaba muy seria y eso me dio aún más miedo, tanto que empecé a temblar y marearme. Casi no podía escuchar lo que me decía. Al final entendí que aquellos señores eran muy buenos y me iban a llevar con ellos.

Recuerdo que mientras nos alejábamos me paré un momento a contemplar la casa donde había nacido y hasta entonces vivido. Mi madre lloraba y se restregaba un pañuelo por la cara; pegados a ella, mis hermanos me hacían muecas y ponían caras de burla; el mayor apuntaba hacia mí el pulgar a través de los dedos y la pequeña me sacaba la lengua. Quien no miraba hacia mí era la gemela: miraba para un lado y tenía la boca apretada de rabia, rabia de no poder aguantar las ganas de llorar.

No les he vuelto a ver.

Sin hablarme apenas, los señores me llevaron en su viaje de regreso a la Corte, pues de cortesanos se trataba: gente que vivía en las dependencias del gigantesco Palacio Central, y desempeñaba alguna de las innumerables funciones que allí se multiplicaban. Me asignaron habitación en un ala apartada y allí viví un año sin ver a otras personas que a dos instructores. Uno, gordo, me enseñaba a leer y escribir, y me inculcaba conocimientos de artes y ciencias que él consideraba elementales pero a mí me costaba mucho descifrar. El otro, alto, me enseñó a moverme y hablar de cierta manera muy precisa. Insistía en el andar, las posturas. Me proporcionó preciosas ropas y traía cada poco a un peluquero que dedicaba muchas horas a frotar mejunjes en mi cabello.

No me atrevía a preguntar nada. Me daban buena comida. No recibía mucho afecto, pero tampoco maltrato. La vida discurría pautada por exacta disciplina horaria, y me acostumbré enseguida porque para mí era confortable. A su manera me cuidaban. Todavía ignoraba la finalidad de sus atenciones pero no encontraba esencial averiguarlo.

Una mañana aparecieron en la habitación los dos instructores juntos. Su actitud era seria, solemne. Me indicaron por señas que los acompañara, y por primera vez desde mi llegada al Palacio Central salí del ala donde vivía confinado. Noté sobre mí muchas miradas curiosas. De nuevo los cuchicheos y los murmullos, como cuando me recogieron en la aldea. Llegamos a una gran sala de suelos relucientes. Los instructores se hicieron a un lado, y entonces empecé a comprender.

Desde el fondo de la estancia, recortado en silueta contra los ventanales, una figura infantil avanzó hacia mí. Según se acercaba aprecié que me miraba con amable curiosidad, y a la vez me sonreía. Pero lo más chocante fue descubrir que aquel niño y yo éramos idénticos.

“Su majestad el Príncipe”, pronunció solemnemente a mi espalda uno de los instructores.

Regresé a mi habitación por un pasadizo oculto cuya existencia me fue revelada aquel día. Nadie excepto los instructores podía vernos juntos al Príncipe y a mí puesto que nadie debía saber que éramos dos personas y no una. Yo existía en muy restringido secreto. El sonido de una campanilla junto a la cama me obligaba a recorrer el pasadizo.

Los instructores nos adiestraban tenazmente en el parecido, dirigían nuestros respectivos crecimientos buscando que coincidiesen. Quiero creer que en su celo profesional propiciaron también que el modelo se pareciese a su vez a la copia, para perfeccionar la semejanza, y cultivaron en el Príncipe algún rasgo mío, aunque la realidad principal es que durante años fui adiestrado a fondo para un cometido exclusivo: duplicar al Príncipe a partir de su coronación, ser capaz de pasar por él sin que la suplantación fuese advertida por nadie. Mis instructores, consejeros muy poderosos en la Corte, prepararon un ensayo, aprovechando una rutinaria recepción al cuerpo de embajadores extranjeros, con resultados plenamente satisfactorios. Incluso los fríos preceptores me trataron a partir de entonces con algún respeto, como si algo principesco se hubiera transferido a mi persona con motivo del exitoso debut.

Yo estaba deseando empezar mi cometido. Cada salida al mundo exterior desde el recinto apartado donde vivía una existencia monótona, sin ver otras caras que las de los instructores, era una fiesta. Debía aparentar hieratismo, y hasta indiferencia por todo, pero los diversos rostros, los atuendos, los movimientos y las conversaciones mantenidas por la gente a mi alrededor, abarrotaban mis sentidos de impresiones que luego desmenuzaba durante días en la soledad del cuarto, al otro extremo del pasadizo.

Un gran cambio,  pues, trajo la coronación del Príncipe, nada más morir su padre. Poco antes había contraído matrimonio, en esponsales obedientes a comunes intereses de estado, con una princesa perteneciente a la casa real del país vecino. En esas fechas fui trasladado a otra habitación, aislada como la otra y dotada también de acceso a un pasadizo oculto, comunicado ahora con la nueva cámara de mi señor, en los aposentos compartidos con la Reina.

Durante los primeros meses hube de efectuar muchas suplencias, en apariciones ante el pueblo, en cacerías, en recepciones protocolarias y hasta en visitas de una jornada a lugares del reino donde el monarca era requerido para agasajos y demandas: monasterios, palacios de la nobleza, casas de corporaciones y consistorios, en los que prevalecía una etiqueta fácilmente manejable. En todas partes lograba comportarme como si yo mismo fuese el propio Rey.

La Reina poseía una refinada belleza, tan delicada como su salud. El Rey deseaba pronta descendencia y durante los primeros meses de matrimonio dedicaba todo su tiempo y entusiasmo a procurar engendrarla, de ahí mi gran actividad. Casi cada día sonaba la campanilla de mi habitación, y al llegar al otro extremo del pasadizo y vestirme las ropas allí dispuestas era casi de inmediato conducido, tras breves consignas, a salas repletas de gente expectante.

Coincidiendo con el cambio de aposento, otra novedad considerable llegó con la boda de mi señor. Al principio lo tomé como una especie de aguinaldo, un peculiar reparto de participaciones. El instructor alto compareció acompañado, y no por el instructor gordo: primera vez en largos años de estancia en la Corte. Era una muchacha de rasgos felinos y mirada encendida. La temperatura que su presencia introdujo en mi escondido aposento lo convirtieron en un lugar distinto, dotado de color, horizonte y abertura.

El instructor se dirigió en todo momento a mí como al Rey, poniendo además énfasis en el tratamiento. Aclaró que la muchacha, llamada Sara, sabía en qué consistía su tarea allí y tenía, por otra parte, prohibido establecer con Su Majestad conversaciones que no se ciñeran estrictamente a tal tarea. A continuación el inspector salió del lugar retrocediendo, con gran despliegue de gestos ceremoniales, y a los pocos minutos empecé a conocer en qué consistía la tarea asignada a la muchacha.

El despertar y afinamiento de los recursos placenteros disponibles en el cuerpo se prolongó durante semanas de lección diaria. Nunca imaginé que un aprendizaje pudiera ser tan deseable, y miraba al sol con ganas de echarlo y acelerar la llegada de la noche. Alguna vez sorprendí en Sara una mirada de extrañeza y entonces un impulso de sinceridad me urgía a revelarle quién era yo de verdad; sobre todo quién no era, por si ella estaba confundida al respecto, pero en el último momento se me presentaba el recuerdo del instructor gordo advirtiéndome que mi existencia era alto secreto estatal y que la revelación voluntaria o negligente de dicho secreto se pagaba ipso facto con la cabeza. Si la muchacha no estaba avisada y me tomaba por el verdadero Rey es comprensible que se entregase con tanto afán a transmitir enseñanzas; pero me hacía sentir usurpador del placer destinado a otro. Sin embargo, no tenía medio de esclarecer este detalle.

Cuando ya se me había hecho imprescindible la visita diaria de Sara, dejó de acudir. En su lugar apareció el instructor alto y me dirigió unas palabras:

—El Rey ha de partir esta misma noche en viaje rigurosamente secreto, de cuyo buen curso depende en gran medida el porvenir de nuestro reino. Es tan esencial que ese viaje permanezca por completo oculto que nadie, excepto el propio Rey y su escueta comitiva, y tú y yo, además por supuesto de quienes le reciban en el país vecino, tendrá conocimiento de tal viaje. Ajenos a ello permanecerán por tanto cuantos viven en esta magna corte, desde el más ignorado ayudante de las cocinas hasta… ¡la mismísima Reina!

Me conminó a recorrer el pasadizo hasta el dormitorio real y servirme, para mi cometido suplantador, de los aprendizajes recientemente adquiridos.

Hasta entonces había sustituido al Rey en actos públicos. Aquella vez iba a sustituirle también en un acto privado; el acto por antonomasia, diría.

Los aposentos reales incluían zonas individuales, para cada uno de los cónyuges, y entre ambas una suntuosa zona común, en torno a una gran cama con dosel. Franqueé la puerta camuflada en el extremo del pasadizo y, pasados unos minutos, insuficientes para aquietar el desatado ritmo del corazón, hice algo de ruido, unas leves toses muy características del Rey cuando se enfrascaba en la lectura y que sonaban “ejem”. Enseguida oí que una voz femenina llamaba al Rey y que, por tanto, me correspondía a mí contestar o acudir. La Reina ocupaba el lecho nupcial, recostada en un montón de almohadones. Posó la mano derecha sobre la colcha, indicándome la parte libre de la cama. Hablaba poco, y con fuerte acento porque aún no había tenido tiempo de dominar el idioma. En ciertos momentos profería palabras sueltas en su lengua. Yo no entendía el significado pero sonaban expresivas.

Con el paso de los días pude comportarme con mayor naturalidad. Me ayudaba para ello evocar a Sara, procedimiento de eficacia pronto probada, y la inseguridad de las primeras noches se desvaneció. Si la Reina era sumamente distante no había que imputarlo a que notase en mí a un extraño. No recelaba, y concluí que con el Rey se mostraría igual de distante y despegada; que abordaría los encuentros con sentido del deber, contraído por el acuerdo entre las respectivas casas reales. Deduje que mantenía con el Rey una relación ceñida en exclusiva a lo marital. Al no haber comunicación intelectual, ni tan siquiera hábito de conversar, mi tarea se veía simplificada de la manera más ventajosa.

Ocasionalmente, la Reina se abandonaba a algún entusiasmo, y pronunciaba entonces palabras de su idioma, pero tales ráfagas de espontaneidad eran más expresivas que comunicativas.

Aquel primer viaje tocó a su fin: una tarde el instructor alto apareció para informarme del programa semanal de actividades y ya no consistían éstas en reinar durante las veinticuatro horas sino, como de costumbre, en permanecer en mi habitación oculta, la mayor parte del tiempo leyendo, y prestar esporádicos servicios de suplencia, casi todos dormitar solemnemente durante actos protocolarios interminables. Era como si hubiera que posar una por una para todas las monedas acuñadas con la efigie del Rey, o mía. No negaré que prefería doblarle en sus actos privados, aunque suministrasen un placer más bien templado. Ardiente, en cambio, sin comparación posible, era el obtenido en compañía de Sara, quien reanudó sus visitas. No me podía quejar: ¡encima disfrutaba de un alojamiento confortable y de la buena alimentación necesaria para presentar aspecto saludable y regio! Cierto que podían asesinarme unos conspiradores, o ajusticiarme una rebelión popular, sin olvidar el peligro de los magnicidas imprevisibles, pero tan cierto como que yo no podía elegir una vida distinta.

Hubo más viajes reales y mi reincorporación a la vida privada del monarca no alteró la conducta rutinaria y algo lánguida de la Reina. Deduje que el Rey tampoco debía de acercarse a ella con maniobras apasionadas. De nuevo recurrí al tesoro de experiencias acumulado con Sara para alcanzar las prestaciones mínimas. Pero tal artimaña mental se volvió innecesaria una noche en que, a través de las gasas de sutil perfume con que la Reina solía envolverse, mi olfato captó un olor (mejor diré aroma) que en algo se asemejaba al de ciertas plantas silvestres, y también al de la tierra mojada por las primeras gotas de lluvia. Se asemejaba pero no era un olor vegetal sino personal. Me pregunté por las costumbres gastronómicas de su país de origen. Sé que ocurre con los ajos, de un modo, y con los espárragos, de otro, por lo que podía tratarse de ingredientes desconocidos.

A mí me recordó violentamente mi vida anterior, los libres correteos por el campo de mi aldea natal, entre jaras y lavandas, una configuración de impresiones pertenecientes al núcleo profundo de mi identidad. Y tuvo el efecto de una excitación paroxística que me llevó a hozar como un jabalí en la íntima fuente de aquel penetrante aroma. La reacción de la Reina a esta novedosa efusión amorosa consistió en el primer gesto cariñoso, la primera mirada de reconocimiento, el primer asomo de su alma allí.

Cuesta describir hasta qué punto el olor entró como hilo invisible hasta el más central rincón del cerebro y cómo desde allí irrigaba su recio perfume a cada partícula de mi carne. Me bastaba pensar en ello, estuviese donde estuviese, para sentir físicamente el aroma a través del olfato. La sangre hormigueaba, camino de hervir. Pero, misterios acaso de los ciclos lunares, o de las rachas de inspiración de los cocineros reales, la Reina emitía su perfume unos días, y otros no. La diferencia era la que media entre el furor ardiente y la tibia disciplina.

Ya sólo quería yo que el Rey viajase por el mundo en sus misiones secretas, fuese yo convocado por la campanilla, acudiese ansioso a la cámara nupcial husmeando el aire con nariz canina y descubriese cuanto antes si el olor estaba allí, predominando salvajemente entre los delicados perfumes y dispuesto a emborracharme, a sacarme de mis palatinas casillas y extraviarme en un laberinto de llamas rosadas.

Una noche, incapaz de controlar la impaciencia, febril y loco no pude aguardar la señal del instructor. Desde el oscurecer sólo oía campanillas y ya no podía distinguir si dentro o fuera de mi cabeza. Por el pasadizo, rozándome en los muros de piedra rugosa, corrí hacia el olor como hacia una fuente de luz cegadora. Entré sigiloso en el aposento. Omití sigiloso las toses de alivio, crucé la zona común y me acerqué a la puerta de las dependencias de la Reina. Jamás había entrado allí. Se supone que no debía, ni siquiera como Rey. Pero necesitaba saber si la Reina desprendía aquella noche el olor extasiante.

 La puerta estaba entreabierta, dejaba una rendija.

Vislumbré a la Reina sentada ante un gran espejo.

Me pareció captar el aroma de hierbas revueltas en tierra mojada, una miel acre y resinosa, y como si tirase de mí empujé con cuidado la puerta, y entré.

El reflejo de la Reina me señaló con sobresalto, exclamando frases de alerta en su idioma extranjero, y la Reina se volvió hacia mí, la estupefacción en el rostro.

No había espejo en la habitación.

Luis Pérez Ortiz, 2004

(Publicado en 2004 en Massaconfusa, la revista del Café Babel, de San Lorenzo de El Escorial)