CREPAX Y LOS SUPERPODERES EFÍMEROS

El sitio de Guido Crepax en la época dorada del cómic europeo está muy alto. Desde ahí luce como un autor innovador y sofisticado. Adaptó con su personal óptica, peculiar libertad, clásicos de la literatura (Frankenstein, Drácula, Justine, Dr Jekyll y Mister Hyde…). Solo con eso, ya habría subido bastante el nivel.

El público de adeptos entusiastas le veía sin duda como un artista singular, envuelto en un gastado foulard y en el aroma críptico de lecturas izquierdistas, inmerso en la intelectual bohemia de la gauche divine e inspirado por las musas. De entre todas las musas, por Valentina más que por ninguna.

Creó varios personajes femeninos.  Pero sobre todo creó a Valentina.

Si Guido Crepax no prodiga autorretratos, quizá se deba a que Valentina ya es su gigantesco autorretrato.

Puede decir “Valentina soy yo” tan flaubertianamente como el que más.

El público de adeptos sabe poco que Guido Crepax, más allá de los clichés, era un tipo serio, rigurosamente serio y concienzudo, como lo podría ser un muy responsable funcionario del Departamento de Sanidad.

Valentina tiene los rasgos de la actriz Louise Brooks, todo el mundo lo dice. Pero también los de la esposa de Crepax, Luisa Mandelli (nacieron en la misma fecha, el día de Navidad, aunque en distintos años). Es ambas. El arte permite este trasvase de identidades. En la mente del creador se nutre con juegos así.

Valentina Roselli nació en Milán el 25 de diciembre de 1942 y debutó en 1965 en la revista Linus, como personaje secundario de la serie “NEUTRON”, protagonizada por Philip Rembrandt, refinado crítico de arte norteamericano que, sirviéndose de algunos superpoderes, entre ellos el de paralizar a alguien con una mirada fulminante, actuaba como detective criminalista. Valentina estaba emparejada con él.

Aparte de la calidad artística de la serie, el personaje de Valentina se distingue de los personajes femeninos al uso por ser más “real”. Más real y consistente que la ‘novia eterna’ de un héroe que retorna a sus brazos para descansar de las fatigosas hazañas, según un estado de cosas por el que no pasa el tiempo: pensemos en Dale Arden, la de Flash Gordon; Honey Dorian, la de Rip Kirby; Diana Palmer, la del Hombre Enmascarado; Louise Lane, la de Superman…

Más real, desde luego, que las heroínas que habitan en universos fantásticos y poseen algún superpoder, como Wonder Woman o Cat Girl; o, aunque como Barbarella y Jodelle, sean europeas y modernas.

Más real también, aunque sea en un sentido anatómico, que protagonistas que se limitan a desprenderse de ropa ante la mirada masculina, como la inglesa Jane.

Y más también que las “realistas” clásicas, como Julieta Jones, que en los sesenta aún permanecían sujetas a las restricciones del Código de Censura, las cuales no sólo pautaban la longitud del atuendo sino también la conducta y los esquemas mentales.

Valentina era la réplica europea y liberal a tales clichés. Tenía fecha de nacimiento y la profesión de fotógrafa, así como vida interior y erótica muy desenvueltas y gráficamente aprovechables.  El tiempo sí pasaba por ella. Tuvo a los 29 años un hijo, Matteo, con Philip Rembrandt y, tras una intensa existencia que duró numerosos álbumes, murió en 1995, a los 53 años,  en el episodio “¡Al diavolo Valentina!”.

Introducida en la serie “NEUTRON” como novia de un heroico (en principio) protagonista masculino, el culto criminólogo Rembrandt, ella se adueñó rápidamente de la serie para eclipsar a Rembrandt y convertirse en protagonista absoluta.

Este rápido estrellato se debe a la consistencia del personaje y a su irresistible tendencia a prescindir de prejuicios y tabúes, claro, pero también en gran medida a la solidez del tratamiento gráfico y al novedoso procedimiento narrativo, que apuesta fuerte por la no-narratividad: los acontecimientos se paralizan y fragmentan, y los fragmentos se entremezclan y recombinan; la página se desordena para abrir dimensiones…

Acorde con la estética cinematográfica de la Nouvelle Vague, hay alusiones frecuentes a la moda y el diseño, presentes en detalles; hay sugerencias y citas políticas; hay una ruptura del ritmo y una apertura a lo soñado y lo inconsciente…

La prematura madurez de la serie es sorprendente, pero ni resulta de un portento inexplicable ni ocurre de la noche a la mañana. 

La firma artística Crepax es el resultado de cambiar una letra al apellido original, Crepas.

Guido Crepas nació en Milán en 1933 y creció en un ambiente familiar culto. Su padre, Gilberto Crepas, figura en las enciclopedias de la música italiana. Fue violonchelista titular en la orquesta de La Scala.

Guido empezó estudios de ingeniería, pero a la mitad se cambió a Arquitectura. Se licenció en 1958, pero nunca ejerció la profesión, porque se volcó en el oficio de dibujante.
Consiguió encargos en casas discográficas, editoriales, agencias de publicidad. Hizo portadas para grabaciones de Fats Waller, Charlie Parker o Gerry Mulligan, y para libros de una colección de partituras. Hizo ilustraciones para campañas de Cinzano y de Shell, premiada ésta última con una Palma de Oro.

Pero la tarea más determinante fue la que dedicó a la revista Tempo Medico durante más de  tres décadas, desde su nº 0, en noviembre de 1958.

La revista, inicialmente un boletín, fue fundada por Nicolo Visconti para afianzar a los laboratorios Pierrel en la industria farmacéutica. Su objetivo era mantener al día de las novedades científicas a doctores y estudiantes de medicina. Gratuita al principio, se restringió pronto a suscriptores, que llegaron a ser sesenta mil. Empezó con periodicidad bimensual, pasó enseguida a mensual, luego a quincenal y por último a semanal.

Desde el principio, Guido Crepax se ocupó de las portadas. Dibujó consecutivamente las primeras 182, y después 24 más, salteadas, hasta un total de 206. Las protagonizaba en primer plano el retrato de un médico italiano prestigioso, a quien tras la publicación se le regalaba el original.

Retrataba con seriedad y respeto totales a personas eminentes, así era la cosa.

En el nº 33, de 1965, Crepax inició en páginas interiores de la publicación la serie “Circuito interno”, que más adelante cambiaría de nombre (a “Clinicommedia”) y duraría hasta el nº 476, de 1994, tras exponer al lector 356 casos.

Casos médicos cuyos síntomas analiza la sección, en busca de un diagnóstico. Es una investigación casi detectivesca: durante la pesquisa, unos especialistas debaten en los términos más racionales y científicos. Crepax lo presenta mediante dibujos, apoyándose en recursos del cómic como la viñeta y el bocadillo (fumetto). La encuesta es interactiva y el lector queda involucrado. Tiene opción a decantarse por las diferentes alternativas en debate: si será tal enfermedad o será tal otra. Al final, como en un juego de la sección de pasatiempos, la solución aparece en un recuadro invertido.

El novedoso formato experimental es una fórmula fronteriza: una intersección entre el juego, la investigación científica, la ficción, lo detectivesco y lo informativo.
Un planteamiento profesional en el que no cabían veleidades artísticas. Requería más bien bastante oficio.

Trataba en tono didáctico-recreativo materias médicas para lectores que eran todos profesionales del ramo.

La colaboración de Crepax con Tempo medico es una demostración de prolongada fidelidad. La mantuvo unos 30 años: una vida laboral, como quien dice. La mantuvo siempre en paralelo al desarrollo de la serie de Valentina, material que se movía en otra órbita, la del cómic, con sus revistas y álbumes.

Funcionó para él como una cocina de recursos, un laboratorio donde ensayarlos.

En todo caso, si se acometía algún experimento se debía actuar con el rigor que una mentalidad científica esperaría incluso en un juego.

Ésa fue la actitud de Crepax al imprimir a la sección el aire de una pesquisa, un debate intelectual entre diversas hipótesis y conjeturas a la hora de resolver los casos.

La seriedad del experimento implicaba un compromiso que a Crepax le sirvió de forja.

No se puede considerar que el trabajo que Guido Crepax realizó durante décadas en la penumbra de un ámbito restringido sea más importante que el realizado como artista en revistas y álbumes destinados a un público más amplio, por supuesto, pero tiene mucha importancia para comprender mejor esa obra artística.

Muchos pintores renacentistas que no podían vivir exclusivamente de sus encargos tenían un oficio paralelo.

Saber, por ejemplo, que Piero della Francesca era buen cubero (excelente, de hecho), alguien capaz de calcular a ojo con extrema precisión los volúmenes y espacios de las bodegas, hace que veamos de otra manera, entendiéndola mejor, su pintura, donde todo está tan medido, tan equilibrado, tan compuesto. (“¡Ahora caigo!”).

A menor escala, esa duplicidad de actividades que se complementan se da también en Crepax.

Las condiciones estrictas de realismo y objetividad que rigen el trabajo para los médicos le ayudan a ver con nitidez, a la hora de dar rienda suelta a su inspiración creadora, qué es libertad verdaderamente y qué es una simple palabra vacía, formada por esas letras de ahí, sirviendo de pretexto para caprichos.

La experiencia de moverse en los dos niveles correspondientes, el ecuánime-pedagógico y el artístico-imaginativo, le ayudó a no mezclarlos, a mantener bien definida cada tonalidad y potenciarla sin hibrideces.

Así pudo llevar al extremo con Valentina procedimientos como el montaje analítico, tan característico de la serie. Descompone una escena en sus detalles significativos, los muestra en primer plano, en una serie de ellos contiguos y sucesivos, en modo parte-por-el-todo. Divide y fragmenta figuras, ralentiza el tempo, lo dilata. Frena el avance de la acción lineal, convencional. Facilita así la plasmación de lo onírico, de lo fantaseado, campos por los que Valentina se mueve en su más familiar hábitat con una libertad absoluta; campos que no se conocerían si no se conociese también a fondo el campo de lo real-real, estrictamente reglamentado.

Y esos ejercicios continuos, como una constante tabla de gimnasia, ejecutados disciplinadamente, con la ropa de trabajo puesta, le daban a Guido Crepax las alas definitivas para el vuelo de la creación artística.

Porque, como casi dijo alguien, el superpoder de la inspiración no vale para nada si no te pilla trabajando…

Luis Pérez Ortiz (LPO)
mayo de 2021

(Publicado en VISUAL Magazine, nº 208)

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