Hacía bastante de la última conversación telefónica, y no porque él hubiera colgado.
Ella creía que al hombre había que provocarlo, pincharlo como se banderillea al
toro para excitarlo y que acometa, pero había tenido especial cuidado de no pasarse.
Temía que acabara colgando y que ahí terminase todo.
La llamada era de él, antes de comer. Ella anotaba un manual de Psicología y el
sol dibujaba rombos en el parquet de la galería. ‘Sinestesia.’ El brillo de las uñas recién
pintadas. Manos y pies.
Querida, van a llevar dos Moët & Chandon, recién llamé al deli para que lo suban.
¡Ah! ¿Y eso?
¡He firmado por fin ese contrato!
El contrato. Habría dinero. El motor aceleró súbito y melodioso a través de satélite.
El mercedes no sería vendido y sus cilindros cantaban felices.
Prepárate porque llego en dos minutos, y en la voz resonaban anuncios variados.
Deberías colgar, no sea que te multen, y ella hacía parodia de maestraescuela,
midiendo para provocar cariñosamente, pero sin irritar…
Jaja, es un manoslibres nuevo, se oye perfecto.
Eso, tú gasta que gasta, y ahora sí que podía irritar, sin quererlo, se dio cuenta y
habría querido recoger las palabras, con manivela de carrete.
Al otro lado una interjección, improperios a otro conductor, el neumático mordiendo
el asfalto, el chirrido del caucho al desintegrarse en la fricción, el olor a goma quemada
que de golpe se convirtió en sabor en la saliva de ella y la empujó a escupir en el lavabo,
mientras el móvil caído emitía un estruendo de colisión.
Luis Pérez Ortiz
(Publicado en Confluencia, Northern Colorado, 2012)