UNA VETA AFRICANA
El vagón entró en el túnel de San Antolín e interrumpí la relectura de la carta. Había luz eléctrica en el tren pero la vista no se acostumbra tan de golpe.
La carta la enviaba mi hermano mayor, Avelino, y tenía dos partes. Avelino es profesor de matemáticas y en todo procede con orden geométrico. Su trabajo de profesor lo llevó al occidente, más allá de Muros de Nalón, a Luarca a lo mejor; no lo sé bien, nunca estuve por allí.
En la primera parte me pedía que sacara de un rincón de la cuadra una pila de cuentos de la editorial Novaro, de México, y los pusiera a salvo en un sitio seco del desván. Él llama ‘cuentos’ a los tebeos que coleccionaba de niño: El llanero solitario, Hopalong Cassidy, Red Ryder, Tomahawk, Gene Autry, Batman…
El cuidado de los tebeos no me costaba porque de chaval yo también los había disfrutado, recluido en casa durante tardes enteras de lluvia continua.
En el tren iba yo a Posada, a comprar en la ferretería alcayatas con taco, para fijar a la pared dos estantes donde colocar los tebeos de Avelino una vez quedaran secos al sol de la galería.
—Y cómo no vas a la villa —dijo mi madre.
—Porque está más lejos y además allí no hay quien pare.
En verano, llueva o haga sol, la villa está abarrotada de turistas que, de a poco, se van llevando el espíritu del lugar en sus máquinas de fotos y de vídeo, a cambio de algún dinero que dejan en bares, comercios y alojamientos. Cuando se hayan llevado todo el espíritu quedará un decorado, pero a los turistas les dará igual mientras sirva de fondo para las fotos o los vídeos.
Esto lo pensé, pero no lo dije en voz alta para no parecer avinagrado.
En la segunda parte de la carta, la que estaba releyendo cuando el tren atravesó el túnel, Avelino me contaba que por el verano tenía en su familia a un muchacho saharaui.
Al terminar el curso, mi hermano había atravesado en coche la península, cruzado el Estrecho, llegado al campo argelino de Tinduf, en medio del desierto pedregoso que llaman allí hamada, y regresado de un tirón a su casa en el occidente.
Si la segunda parte de la carta me llamaba la atención era porque mi hermano se salía de su acostumbrado estilo cristalino y lógico para darse a una efusión que se podía llamar lírica. Le impresionaban las condiciones ínfimas del campo de refugiados, y las reacciones del muchacho saharaui ante un mundo todo nuevo para él, nacido y criado en el desierto pedregoso.
Si bien para impresionar a mi hermano debían de ser reacciones muy vivas, no era difícil imaginar el asombro de un chaval que a los diez años ve por primera vez un frigorífico y otros electrodomésticos, una piscina, un grifo que surte agua a voluntad, una vivienda equipada con mobiliario abundante…
“Se levanta en mitad de la noche, baja a la cocina, abre un grifo y se queda embobado mirando el agua correr”, contaba mi hermano. “Se puede pasar horas regando plantas con la manguera, absorto, y horas metido en la piscina, contemplando las ondas y los brillos, su arrugado cuerpo a través de la superficie”.
Lo más chocante era la razón que había empujado a Avelino a acoger al muchacho durante un mes: merendando en casa de unos amigos pertenecientes a un partido político, allá en el occidente, los acompañó mientras gestionaban por internet la traída de un niño que ya habían acogido el verano anterior. Y entonces vio que en la lista, entre Ahmets y Mustafas, Kemales y Abdeles, figuraba exóticamente un Avelino. Al parecer, había recibido de su padre el nombre, y éste lo llevaba en honor de un militar asturiano, destacado en África del Norte, con quien sus padres se habían hermanado a finales de los sesenta. Se ve que habían asociado de oídas el nombre de Avelino a la estirpe de los Averroes y Avempace.
“Esto lo pones en un cuento (no un tebeo sino un relato literario) y no cuela, queda exagerado”, fue lo primero que pensé.
Pero mi hermano debió de pensar que en semejante anomalía estadística se presentaba una singularidad digna de atención: de mirar la lista a meros vistazos, pasó a tramitar él también, con entusiasmo.
Cuando el tren coronaba las curvas de San Martín y enfilaba la recta de Posada terminé el repaso de la carta y la guardé doblada en el bolsillo al levantarme para bajar, pensando en el Avelino sahariano y viendo el verde y húmedo paisaje llanisco con sus ojos.
Me costó reconocer el camino a la ferretería, en la plaza, porque se alzaban varios edificios y bloques donde recordaba huertas y talleres.
En la tienda no se cabía y esperé mucho hasta comprar las alcayatas. En la plaza vi bastantes puestos de mercaderes africanos. Olía a cecina, a queso, a hortaliza fermentada.
Eché a andar hacia Lledías por el callejón del matadero.
Solía darme por caminar y caminar, como al viejo Tolstoi, yo kilómetros y él verstas. La víspera, en la verbena de Turanzas, había coincidido con un alumno y su pandilla de veraneantes madrileños. A cuenta de celebrar mi santo bebí la sidra de un mes. Ahora necesitaba ventilar la cabeza, oxigenar la sangre.
Pronto me encontré en Piedra, entre casas más espaciadas. Un poco delante de mí, salió de un camino lateral un paisano y continuó andando en la misma dirección que yo. Llevaba al hombro una guadaña. Al notar, por el ruido de una pisada, que alguien iba detrás, giró la guadaña y la dejó apuntando hacia abajo. No sólo yo iba detrás: también un cuervo, que emitía silbidos y chasquidos, pertenecientes a un código acústico que compartía con el paisano. Lo supe cuando éste, por su parte, soltó unos sonidos idénticos. Entregados a esa notable comunicación, desaparecieron por un camino lateral minutos después de haber aparecido ante mí. Envidié al paisano, por lo bueno que era amaestrando. Sin embargo, seguí pensando en el Avelino saharaui, más aún después de cruzar el arenal blanco del Calabres: el río iba depositando millones de granos arrastrados desde la cantera de monte arriba. Arena como la del desierto.
Ascendí largo rato por el sendero en zigzag hasta la escotadura entre las peñas, en la ladera del pico Llabres. Con La Prida a la espalda, me senté a contemplar los kilómetros y kilómetros de extensión que se ofrecían a la vista, la azul llanura cantábrica al fondo, ocupando todo lo ancho del horizonte. Ningún barco. Un desierto de agua. Pero la tierra aparecía bien poblada: casas agrupadas y casas sueltas. Recorrí los accidentes geográficos: cuetos, vegas, rieras, valles…
Mi hermano contaba en su carta que el muchacho saharaui se mareaba con tanto verde, tanta agua, tanto desnivel, porque era el paisaje más opuesto al único conocido por él. “Además, la luz del desierto le ha estropeado la vista y distingue mal”, añadía. “Como cuando asomábamos a Castilla y nos daban vértigo las inmensas llanuras amarillas y vacías”, explicaba más adelante. Y ejercía de profesor de matemáticas: “El desierto es como Castilla, pero multiplicado por mil”.
Durante la ascensión había roto a sudar y el viento me enfriaba la ropa. Me encaminé por La Riega hacia Vibaño. Ya no se olía el mar sino helecho y vacas. Se veían cabañas vacías, trepadas en la falda de la peña; en lo hondo, las casas apretadas y la hebra blanca de alguna fogata.
No tengo conocidos en Vibaño y, movido por el hormigueo de las piernas, pasé de largo. Crucé la carretera hasta el Bedón, dispuesto a seguirlo hasta el final. Bajaba suave el agua, se remansaba en los pozos, se ensanchaba.
En Rales sí tenía conocidos pero no iba a detenerme. Quería apurar la mañana y fatigarme, y descansar ya en la playa. A ratos andaba pegado a la orilla y a ratos tenía que apartarme, como al llegar al puente nuevo, el que hicieron tras la riada del 83. Vi en la fantasía una riada semejante inundar los alrededores de El Aaiún, colmando para décadas los oasis.
En el 83 ya se veía que la ONU no iba a solucionar a los saharauis su problema y que el referéndum prometido se convertía en quimera según pasaban los años. Saharauis que, como los guineanos, eran hispanohablantes. Sus coches lucían en la matrícula las letras SH, antes de unos números rara vez superiores al mil. Pero a diferencia de los guineanos y los americanos, no obtuvieron la independencia sino que fueron entregados a otro país o desplazados a zonas de asilo.
De pronto, pasado ya el pueblo, vi a Juanjo Navaz, inmóvil como una estatua en un pozo donde le cubría por la cintura, las manos fuera del agua, al acecho, paralelas a la superficie. Quien no le conociera no quedaría intrigado por la visión: es que ni siquiera le vería.
Aunque en tensión, se inmovilizaba hasta volverse imperceptible, uno con el agua.
Continué la marcha sin hacer ruido, para no distraerle. Ya le vería en otro momento dar con las manos un latigazo al agua tras el cual se agitaría entre ellas una trucha coleante.
Si una hambruna asolara el concejo, Juanjo Navaz sobreviviría junto al río.
Más adelante la maleza estorbaba en ambas orillas, tanto que tuve que descalzarme y mojar las perneras.
En medio de la espesura volví a pensar en el Avelino saharaui, en lo poco imaginable que sería para él una situación como la mía: chapoteando en una vegetación exuberante, entre montes forrados de bosque prieto: una naturaleza generosa, gracias al agua ubicua. Todo lo plantado germina, arraiga, crece, da fruto; hasta sin plantarlo brota. Imaginé una tierra seca, estéril, sin fuentes ni arroyos, sin árboles ni plantas, sin hierba siquiera: arenas y piedra. Y alacranes y fosfatos.
El Pozo del Bosque estaba oscuro, por la profundidad. Preferí bañarme en la playa, aunque una vez avistado el viaducto sentí que cambiaba de siglo. En el aire zumbaban los motores.
En la orilla del mar los bañistas componían un espectáculo multicolor y bullicioso. Por encima de las olas sonaban el griterío y los aparatos de música portátiles. Numerosas personas marchaban arriba y abajo con ademanes enérgicos; otras comían pipas con paso indolente e irregular. Muchos cuerpos enrojecidos pese al barniz aceitoso yacían estirados sobre toallas brillantes. Otros se protegían al pie de las sombrillas. Los jugadores de palas se cruzaban con los de petanca y los futbolistas. Una cometa cayó en picado sobre una mujer que dormía y perdió el conocimiento a causa del susto.
Sin embargo, la bruma retenida por el Cuera a lo largo de la mañana se había condensado ya en nubes definitivas. Visto lo irreversible del nublado, la mayoría empezó a recoger el equipo playero; el resto, en cuanto las primeras gotas hicieron impacto en las pieles recalentadas. Fue un simple amago, breve, pero provocó la desbandada, una estampa de éxodo. Ocasión idónea para un baño cerca de la punta, pensé; un baño con un ojo en la resaca, la de las olas. Tenía las piernas arañadas, hinchadas por la caminata de más de diez kilómetros por terreno irregular. Desde el agua veía a lo lejos el tráfago de los automóviles, una procesión en fuga, suponía, hacia hoteles y restaurantes. La suposición me hizo reparar en el hambre insoportable. Necesitaba urgentemente comer. Soñé despierto con los tigres, los calamares y el pollo al ajillo que iba a comer en Casa Raúl. O a merendar, porque tenía algo perdida la noción de la hora.
En la terraza, entre los plátanos, tomaban café Pablo Ardisana y Juan Carlos Villaverde. Me invitaron a sentarme. Les advertí que estaba sin comer pero insistieron. Mientras daba cuenta de varios platos, contestaba con monosílabos a sus preguntas, o escuchaba cómo hablaban entre ellos al tiempo que saludaban a diversas personas que cruzaban la terraza hacia el bar.
En la mesa vecina, un hombre de pequeña estatura se sentaba muy estirado junto a su mujer. Ella le mencionaba a alguien y él exclamaba con voz recia y fuerte acento castellano:
—¡Ése es un cursi!
Ella refería lo dicho por alguien, y él saltaba, con entonación campanuda:
—¡Eso es una cursilada!
Ella refería algún suceso al que había asistido:
—¡Menuda cursilada! —exclamaba él.
El hombre se tocaba el bigote negro, levantaba la barbilla, se alzaba sobre su cátedra particular para marcar sin descanso la raya de la cursilería. Se conoce que gracias al celo policíaco iba aupándose, mal que bien, sobre su constitución a todas luces enclenque.
De reojo vi que Pablo y Juan Carlos se aguantaban la risa. En ese momento llegó desde la plaza un hombre mayor que avanzaba bastante erguido, y algo ensimismado, según denotaba la mirada de sus ojos claros. Conservaba todo el pelo, blanco y peinado ordenadamente hacia atrás. Parecía difícil adjudicarle cursilería alguna.
—¡Don Ricardo! —le llamó Pablo cuando el hombre estuvo a la altura de nuestra mesa.
El hombre se detuvo, identificó a quien le interpelaba y se acercó a la mesa en línea recta. Con las cejas preguntó si se esperaba que se sentase. Lo hizo en la cuarta silla, mientras Pablo hacía las presentaciones:
—Don Ricardo, este joven es Joaquín Benzúa, profesor universitario en Madrid.
Y mirándome a mí añadió:
—Es Ricardo Duyos.
—Encantado.
—Mucho gusto.
¡El coronel Duyos! Yo conocía la leyenda asociada a su nombre.
El coronel Duyos había creado, en la salida de Nueva hacia Cuevas del Mar, un pequeño zoológico, que según mis recuerdos adolescentes estaba junto al Nido de Robin, un merendero que todos conocíamos, por la serie de TV. En las carpetas escolares llevábamos pegatinas redondas de color verde compradas en el zoológico. En el centro del adhesivo figuraban animales; en la mía, un par de ardillas rojas que comían sentadas.
Entre los animales del zoológico, el coronel Duyos tenía al manso jabalí Johnnie, y al oso Pinto, que demostró no ser tan manso: tras su fiero abrazo, don Ricardo pasó medio mes en el hospital, pero sobrevivió, y era ya un hombre bien mayor.
Allí estaba: un tipo serio y ascético, concentrado, con quien no cabían tonterías.
Pablo le preguntó por las gacelas dorcas y el coronel se extendió en la respuesta, remontándose al acontecimiento de su adaptación al clima asturiano cuando las trajo de África.
A todos ha ocurrido que cuando tienen la mente acaparada por un asunto, éste parece usar el entorno como caja de resonancia. Yo llevaba pensando en África desde que leí la carta de mi hermano, y ahora la conversación recalaba en ese continente.
Don Ricardo Duyos hablaba de sus diez años de estancia en el norte de África, concretamente en el territorio llamado entonces Sahara Español, desempeñando tareas de mando militar. Le formulamos preguntas con prudencia, para conocer la opinión de quien estuvo en la primera fila, cuando no involucrado en el elenco de actores.
—A lo pobres saharauis los abandonamos de mala manera —dijo meneando la cabeza como para oponerse al recuerdo—. Y los dejamos en manos de vecinos que los aborrecían.
Se habló de las soluciones posibles, del arbitraje de la ONU, del inconveniente de no existir todavía un censo completo con el cual celebrar el prometido referéndum de autodeterminación.
—Está claro que cuanto más se demore la votación, más proporción tendrán los colonos marroquíes, sobre todo si van deportando a los saharauis sin que ninguna autoridad mundial rechiste —dijo Juan Carlos Villaverde muy serio, aunque sin levantar la voz.
El coronel Duyos permaneció unos segundos en silencio afligido.
—El caso es que el censo existe desde el principio.
Hizo una pausa, miró a lo lejos y prosiguió:
—Si lo sé es porque yo organicé su elaboración. Ese fue mi último cometido, y lo llevé a cabo: el censo de los habitantes de la que, hasta que dejó de serlo, era una provincia española fue completado y entregado al gobierno.
—Pero siempre se dijo que el censo estaba pendiente, y que la dificultad de completarlo era el único motivo por el que no se podía convocar la consulta…
—¡Eso sí que es un cuento! Yo recordé a mis superiores la existencia del censo y, puesto que en mis archivos conservaba documentos, envié algunas copias a organismos internacionales, incluida la ONU, pero sólo hubo silencio —y lo ilustró con un gesto expresivo de perplejidad.
Se veía que la observancia del código de honor castrense impedía al coronel Duyos dar el paso de la denuncia. Don Ricardo sabía, con su larga experiencia, que de nada serviría intentar desenmascarar a los farsantes. Ni, siendo ya anciano, estaba en edad de quijotismos. Pero en aquella mesa había dejado caer el dato. ¿Para que se supiera, para que alguien lo difundiera y no quedase enterrado? No pidió reserva ni confidencialidad.
Tras minutos de silencio abrumado (“Eso que dices es una cursilada de marca mayor”, decretaba el hombre a la mujer en la mesa vecina), la conversación derivó hacia asuntos menos acongojantes: algunas casas de Nueva, costumbres antiguas, personas ya muertas, mencionadas con respeto.
Nos levantamos a la vez. Ofrecieron llevarme en coche, dejarme en Villahormes.
—Nos pilla de paso.
Preferí caminar más, cuesta arriba por las rectas de Naves, para terminar de agotarme.
Asomaban las primeras estrellas, luz viajera procedente de astros tal vez ya desaparecidos. Llegaba pálida a esta comarca conectada al resto del mundo.
Pensé que cualquier día se sabría que algún gran escritor, una figura de las llamadas universales, uno de esos premios Nobel… yo que sé… un Thomas Mann, por ejemplo, habría estado por aquí, anotando en su diario observaciones sobre estos bosques, montes, y playas, y sobre sus habitantes.
No me sorprendería.
Aquí ha pasado de todo, porque aquí todo es posible.
Luis Pérez Ortiz, mayo de 2005
(Publicado en Bedoniana, VII)