La última generación ha crecido en un ecosistema visual radicalmente distinto del vivido por las dos generaciones precedentes. Si hoy cualquier ambiente humano está saturado por incontables pantallas y por la información que fluye constantemente y en todas direcciones entre variadísimos artefactos electrónicos, hace poco más de medio siglo los televisores eran un lujo infrecuente, las películas se veían exclusivamente en salas cinematográficas, y en las casas no había otro estímulo icónico que el proporcionado por los tebeos o las revistas y libros ilustrados. O por algunos juegos de mesa capaces de activar a fondo la fantasía. Como los Juegos Reunidos Geyper.
1) En 1945, Antonio Pérez Sánchez, que tenía un bazar en el centro de Valencia, había fundado la empresa Geyper (nombre formado con los comienzos de su apellido y el nombre de un pariente). Antes de idear los Juegos Reunidos, había tenido un éxito comercial con unos futuristas walkie-talkies. En el lanzamiento (con la agencia Lanza) del nuevo producto, a mediados de los cincuenta, aplicó estrategias publicitarias muy hábiles, la más eficaz de las cuales fue probablemente la presentación de los juegos en cajas que agrupaban desde 10 hasta 55, abarcando así todo el espectro de bolsillos. Primero se escalaban a ritmo de media docena (12-18-24-30…), después a ritmo de media decena (10-15-20-25…). El formato fue variando a lo largo de décadas, desde la inicial caja de madera con bisagras, con la lámina de la cubierta impresa aparte y pegada en la tapa –y la cara del niño sonriente, que primero era rubio, pegada a la lámina–, a las sucesivas de cartón rojo, con la lámina directamente impresa en el cartón, niño incluido, ahora castaño; del fondo mostaza a un amarillo intenso y, finalmente, blanco en los últimos años…
Varios de los juegos agrupados son los de siempre, pero en presentación más económica y portátil. Para una partida de ajedrez o parchís no hace falta que los tableros sean de marfil o estén acristalados y enmarcados. Vale un cartón plegable y unos diseños esquemáticos: las reglas son las mismas.
Otros, en especial los que implican mover fichas por un itinerario de casillas a golpe de cubilete, ofrecen todo un mundo por el que viajar a fondo, gracias a la minuciosa elaboración de las detalladas ilustraciones que dan carta de naturaleza a esos mundos sugerentes. Porque durante las horas en que se prolongaba el juego, involucrando a niños y adultos en torno a una mesa, es obvio que la atención no se enfocaba en la materialidad de los cartones ni en la de las líneas impresas sino que desde el primer momento, disparada la imaginación, pasaba al otro lado y entraba en esos mundos paralelos donde había de desenvolverse la partida, buscando sortear los obstáculos y llegar antes a la meta.
Es obvio también que el funcionamiento del sortilegio depende en gran parte de la calidad y eficacia del dibujo, y que un dibujo tosco, o poco evocador, mantendría cerradas las mentes de los jugadores, que se limitarían a avanzar mecánica y aburridamente por la hilera de casillas.
Hablamos de láminas como la del juego de La Oca, La búsqueda del tesoro o La gran carrera, entre otros como El laberinto, La escalera, La batalla naval, y varios más.
La Oca, que provenía de antiguos juegos de adivinación y cartomancia de la estirpe del tarot, aunque se había ido vulgarizando progresivamente conservaba, entre las casillas más “profanas”, bastante carga simbólica en varias casillas que removían fondos subconscientes y mantenían en vilo a los jugadores: El puente, La posada, Los dados, El pozo, El laberinto, La cárcel y La muerte. Varias trampas en el camino a la meta, personificada en una princesa.
La búsqueda del tesoro estaba sembrada igualmente de obstáculos, y antes de llegar al reluciente cofre abierto junto a un palacio similar al Taj Mahal era necesario sortear un árbol atravesado, una zarza en llamas, el vado de un río, la proximidad de un tigre azul, un poblado aborigen, una serpiente junto a siniestro esqueleto con calavera, un elefante y un barranco.
La gran carrera podía desde el principio verse accidentada por un pinchazo, el cruce de una moto, la pérdida de aceite, la parada a comer, la carga de combustible, la entrada en el taller o el extravío por un ramal hacia el bosque, justo antes de llegar a la meta en un encumbrado castillo como de la Liga Hanseática.
Eran dibujos tan buenos, y cumplían tan bien su función transportadora, que se daba por hecho que se habían traído del extranjero. Porque, incluso si alguien con curiosidad buscaba, podía encontrar en una esquinita un misterioso nombre, KARPA, con su ka extranjera, seguramente un checoslovaco o un ruso.
2) La firma en la que algunos se habían fijado, KARPA, también en la esquina de unos dibujos tranquilos y elegantes de los tebeos, era el seudónimo que Rafael Catalá Lucas había empezado a utilizar ya de chaval, cuando estudiaba Bellas Artes en la valenciana escuela de San Carlos, y sacar dibujos en las revistas le daba un dinerillo para materiales.
Al escoger el sobrenombre no pensó en nada; se le vino a la cabeza sin más, y sólo tiempo después supo que así se llamaba cierto tipo de fiesta infantil japonesa.
Varios de sus compañeros de promoción apostaron por continuar la práctica de la pintura y gracias a becas salieron a París y a Roma, conocieron ambientes culturales más avanzados, o simplemente vivos, sociedades más libres. Manolo Gil, Federico Montañana, José Vento Ruiz y, con el tiempo más conocidos internacionalmente, Mompó o Sempere.
Rafael Catalá prefirió seguir en el camino que había iniciado ya en la dinámica industria del tebeo de su ciudad y se quedó en Valencia. La primera publicación, con 17 ó 18 años, había consistido en una historieta del Oeste con guion de su hermano Francisco, para la editorial Lerso. Después fueron sacando páginas sueltas en revistas infantiles de la Editorial Valenciana, y de ahí en adelante, hasta que en 1947 le encargaron dibujar a Jaimito, un personaje que había creado Palmer y daba nombre a una de las revistas principales. Empezó en el nº 29 y, alternando ocasionalmente con otros dibujantes de la casa en los cincuenta, dibujó la serie hasta el final, casi 1.700 episodios. Fue su trabajo más copioso, dentro de una tónica argumental “realista” (entendiendo esto en el contexto de una publicación infantil). Karpa hizo de todo en el oficio de dibujante (ilustración, publicidad, diseño de juguetes…) pero su campo preferido fue el de los tebeos, las historietas. Firmó historietas de diversos géneros, pero su género preferido, donde se sintió más cómodo, fue el de las historias fantásticas, que practicó a fondo en dos series: Simbad (en Pumby) y Perico Fantasías (en Jaimito).
3) Así como en la posguerra algunos tebeos de Bruguera tenían entre su público adultos que sintonizaban con la soterrada mordacidad de su planteamiento humorístico, Jaimito (lo mismo que Pumby) tenía una línea netamente infantil, amable, centrada en la inclinación a la fantasía propia de la edad.
La fantasía iconográfica de los tebeos valencianos se nutría de un elenco de animales vivarachos como el gato Félix de Pat Sullivan, el dadaísta Krazy Kat o el disneyano Mickey.
El Jaimito que Karpa heredó de Palmer, su creador, estaba originalmente concebido a partir del niño gamberro y escatológico de los chistes, pero pronto quedó claro que el personaje, dado a aventuras infantiles con su pandilla en un mundo propio, completamente aparte del de los adultos, se le parecía bien poco.
Era un niño amable, desenfadado y jovial que en los años de esplendor de su serie se permitió viajes en el tiempo y otras aventuras por mundos remotos (viajes que dejaron un rapé mágico con que transformarse a voluntad), pero al que pronto la presión de la censura condujo a una postura moralizante, a la apología de la buena conducta, sin conflictos pero también sin fantasía ni aventura.
4) La vida profesional de Karpa fue como la de un maestro de primaria, entregado vocacionalmente a proporcionar a los niños material lo más cuidado y esmerado posible con que alimentar sus naturales ensoñaciones.
Fueron casi 40 años (1947-1985, en la Editorial Valenciana) de trabajo metódico y honrado al que un sombrío y conflictivo cierre empresarial puso final amargo.
Cuando en 1992 lo entrevistan para un suplemento del diario Levante, Karpa, aún afectado, no quiere hablar de ese triste final que le ha hecho pasar unos años totalmente desengañado.
Se sumaban todas las malas prácticas empresariales de la época: ni seguridad social, ni propiedad intelectual, ni derechos de autor ni laborales, pagas escasas y horarios exhaustivos trazados para una sobreproducción constante… Condiciones penosas en que sin embargo, paradójicamente, se creaban para los niños mundos blancos y armoniosos, amplios e ilimitados, donde volar por el espacio y el tiempo como un potrillo con alas, entre ríos orientales y genios de la lámpara.
5) El gusto por la claridad le hizo durante toda la vida huir del barullo y la confusión.
El gusto por la planificación del espacio, las composiciones ordenadas, la separación diáfana entre figura y fondo, etcétera, lo había adquirido durante su formación académica en Bellas Artes.
Karpa tenía claras las limitaciones del realismo que conspira contra el atractivo de una historia fantástica y funciona como tijeras recortadoras de alas.
El niño tiene un mundo propio que surge cuando vuelca su capacidad de fantasear.
La capacidad de fantaseo que se asigna al niño puede en realidad durar toda la vida.
“Un niño se monta en el palo de una escoba y nadie le puede discutir que galopa en un caballo”.
“Un niño es capaz de estar soñando al mismo tiempo que juega con toda la pandilla”.
Una prueba de la importancia que Karpa concedía a la historia en sus páginas está en el desdén manifestado hacia las estrategias que lo apuestan todo a un simple gag: tontería que vive de los golpes de efecto.
Una prueba del mimo que aplicaba en su trabajo está en las elaboradas y artísticas cabeceras que preparaba para enriquecer la presentación de sus historietas sueltas.
6) Jesús Cuadrado, gran especialista en tebeos españoles, autor del monumental “Diccionario de uso de la Historieta Española”, relató en “Rasgueando”, una muy personal crónica, la visita a Karpa para filmarle en el estudio donde dibujaba, en su casa.
Cuenta cómo el niño que era él, Cuadrado, disputaba en un ambiente escolar bronco los ejemplares del tebeo donde ver al personaje preferido, Jaimito, el que él “se pedía ser” en los juegos del recreo, antes que Tejeringo o Bolita. Leía “al Karpa” y se preguntaba quién era “el Karpa”, y qué era eso “del Karpa”, y a la vuelta de cuarenta años estaba allí, ante “el Karpa”, en presencia de un hombre “pulcro, educado, cordial, más que eso, respetuoso, como un maestro bueno”, un dibujante ya retirado, con su obra pública cumplida, que “nos miraba por encima del tablero, nos miraba tranquilo, con modestia, él, el Karpa, que menudo que era”.
7) Era un dibujante que entregó un voluminoso y honrado trabajo que los niños disfrutaron mientras fue bueno, e que incluso cuando se contagió del cansancio y el anacronismo de la industria local siguió siendo bueno, aceptable y honradamente bueno; que familias enteras disfrutaron durante jornadas en que la caja de Juegos Reunidos Geyper era el pasaporte a reinos fantásticos y funcionaba como el botiquín de urgencias para un percance físico.
Un dibujante a quien el sentido del decoro impedía protestar y rebelarse cuando descubrió que la sociedad a cuyos miembros había proporcionado con su trabajo tantas horas de ensoñación y felicidad le correspondía con ignorancia y menosprecio, negándole el reconocimiento de básicos derechos profesionales y un retiro confortable, ya que no con honores y recompensas que sí concede a funcionarios bastante menos meritorios.
Por desgracia, en la España de entonces al trabajo de un dibujante, en general al de cualquier trabajador de la Cultura, no se le reconocía valor alguno.
Decepción de la que desde el momento actual podemos hacernos cargo sin dificultad porque, en la España actual, la valoración de la tarea del dibujante, en general del trabajador de la Cultura, sigue siendo sustancialmente la misma.
(Publicado en VISUAL, nº 207)
Luis Pérez Ortiz (LPO), 2021