El teleférico

Antes de encajar entre las rayas blancas del aparcamiento, un Renault granate se caló y terminó a trompicones el recorrido. Los cuatro ocupantes, dos hombres y dos mujeres, abrieron a la vez sus puertas.

—¿Te tocó el carnet en la tómbola, Pierre? —preguntó Gérard entre carcajadas.

—¿Es que no puedes ser más vulgar, Gérard? ¡Cuántas veces se habrá oído la gracia de la tómbola…! —intervino Agnés, cerrando de un portazo a la vez que ajustaba en el hombro el tirante del bolso.

—La próxima vez nos traes tú en tu Citröen, Gérard —contestó Pierre. Y después de estrellar sonoramente la puerta del conductor contra el Renault añadió—: Si es que ese cacharro puede recorrer diez kilómetros sin griparse, claro.

Gérard dejó de reír y, muy concentrado, impulsó su puerta, que se cerró de golpe.

Aunque apoyaba ambos pies en el asfalto, Brigitte permanecía sentada en el asiento trasero. Chascó la lengua con fastidio.

—¡Vais a desencuadernar el coche!

Pierre puso los puños sobre el techo y esperó a que Brigitte se incorporase para mirarla.

—Este sí que aguanta, no te preocupes.

—Siendo así… —replicó Brigitte, y cerró el automóvil con el portazo más violento de la serie. Luego lanzó una mirada frontal a Pierre, cuyos puños se habían abierto con la brusca sacudida del vehículo.

Se encaminaron hacia la taquilla del teleférico, una pareja delante, la otra retrasada unos metros.

—Me parece que no empezamos bien la excursión —comentó Gérard a Agnés en voz baja.

—Lo importante es que puedas hablarle a Brigitte de exponer tus cuadros en su galería; lo demás son pamplinas, así que hazme el favor de no rajarte tan temprano —replicó Agnés en voz aún más baja, pero más enérgica, mientras dirigía hacia atrás miradas de reojo.

—¿Por qué ha tenido que hablar así del Citröen? Debe de pasar el tiempo espiándonos y haciendo inventario de nuestras propiedades, para comparar.

—Déjalo ya, si no te importa. Lo que cuenta es que nos hemos mudado a esa urbanización y resulta que en el chalet vecino vive mi compañera de liceo Brigitte…

—Con el cretino de su marido…

—…vive mi compañera de liceo Brigitte, quien invierte los millones de su herencia en montar una galería de arte en la Rue Rivoli, y yo digo que hay que aprovechar la coincidencia, ¿no? A no ser que exponer tus cuadros en ese local te parezca insignificante y prefieras agotar el circuito de salas municipales y pubs culturales —concluyó, volviéndose hacia él con los ojos inflamados por la furia.

—Claro que estoy dispuesto a hablar con tu amiga, pero no contaba con tener que aguantar a ese tipo. ¿Has visto cómo te mira?

—No. ¿Cómo? —mintió Agnés.

—Pues como te mira: parece que intenta quitarte la ropa con los ojos, o atravesarla.

—Será que no puede reprimirse. Yo soy profesora de gimnasia y tengo un cuerpo atlético, y su mujer es una gorda culibaja, por mucha prenda de marca que se compre…

Pierre y Brigitte les alcanzaron cuando llegaban a la escalinata de la taquilla.

—¡Seguro que estabais despellejándonos! —gritó Pierre, a pesar de que los demás se encontraban a menos de un metro y la estación permanecía desierta, silenciosa.

—Estábamos diciendo que ha sido un acierto venir pronto para evitar aglomeraciones —contestó Gérard, a la vez que dibujaba con los labios una sonrisa ladeada.

—¡Pues nosotros veníamos poniéndoos a caer de un burro —gritó Pierre haciendo con los dedos de ambas manos el gesto de entrecomillar—, qué os creíais! ¡Je, je! ¿No es verdad, cariño? —continuó, tocando a Brigitte con el codo.

Brigitte ignoró la pregunta. Con los ojos entrecerrados, miraba hacia la tabla de tarifas.

Indiferente a la nula colaboración de su compañera, Pierre redobló los comentarios sin dejar de reír:

—En realidad veníamos preguntándonos cómo es posible que una mujer tan guapa como tú, Agnés —la miró fijamente—, esté emparejada con un tipo tan desastrado y lamentable, un bohemio.

Incómoda, Agnés se hizo consciente de la ropa interior escogida horas antes, al salir de la ducha.

—¡No le hagáis caso! —exclamó Brigitte mirando a Gérard y a Agnés con ojos muy abiertos, que buscaban ser persuasivos—. ¡Se cree que los profesores de filosofía tienen derecho a gastar bromas de mal gusto!

Pierre respondió con teatral aire resignado, encogiendo los hombros:

—Nunca sabrás apreciar la ironía…

Agnés había apoyado su brazo en el de Gérard cuando le oyó resoplar.

—¿Alguien sabe si se pueden comprar billetes de ida y vuelta? —preguntó Brigitte.

A las nueve menos un minuto los rayos solares no llegaban aún a lo profundo del valle. Al otro lado del cristal de la taquilla se movió una silueta. El cartón que cubría por dentro la ventanilla circular fue retirado. Mientras el ordenador que imprimía los tickets ponía en marcha entre zumbidos sus circuitos y programas, el taquillero contempló con atención todavía soñolienta a los cuatro turistas ante el cubículo.

Brigitte iba a preguntar al taquillero si vendía billetes de ida y vuelta. En cambio, apremió:

—Dígame a qué hora sale el siguiente teleférico.

Sin aguardar la respuesta se volvió hacia los otros tres, sumidos en silencio embarazoso, y encendió un cigarrillo. Se volvió de nuevo hacia la ventanilla. Estrujaba una mano con la otra e hizo crujir un nudillo. Como si se tratara del sorprendente estallido de un petardo, separó de golpe las manos, e incluso dio un paso atrás. Luego sonrió enérgicamente, como si hubiera resuelto que lo más adecuado para proseguir era adoptar una pose desenfadada.

—El siguiente, que es también el primero —precisó el taquillero procurando una entonación amistosa para la cual no estaba lo bastante desperezado—, saldrá dentro de seis minutos, a las nueve y diez.

Brigitte echó hacia atrás la cabeza para leer el reloj digital sobre la taquilla y regresó a la posición anterior, el rostro un poco congestionado.

—Déme cuatro billetes.

Al taquillero le había irritado que su exacto informe horario requiriese comprobación, así que preguntó:

—¿Cuatro tickets?

—Llámelos como le parezca —concedió Brigitte girándose de nuevo hacia los demás y zanjando cualquier forcejeo terminológico.

El taquillero pasó por la bandeja bajo el cristal los pequeños rectángulos de cartulina.

Pierre apartó a Brigitte con el brazo y la sustituyó:

—¿Podemos pagar con tarjeta?

Lo preguntó mientras desviaba la mirada hacia diversas pegatinas junto a la ventanilla circular.

—¿No tiene metálico? —preguntó a su vez el taquillero.

—Es que esta mañana he salido… hemos salido un poco aprisa y no nos ha dado tiempo a…

—Ya… —atajó el empleado, a quien no apetecía escuchar explicaciones engorrosas. Encontraba ahora ocasión para devolver el corte a su interlocutor—. En el cristal puede ver qué tarjetas se admiten.

La billetera abierta desplegaba una panoplia de coloridas láminas de plástico. Una de color verde esmeralda hizo un sonido opaco en la bandeja bajo el cristal.

El taquillero la examinó en silencio, también por el reverso.

—Documento de identidad, por favor —pidió, sin levantar la mirada.

Y al recogerlo y examinarlo afloró involuntaria en su postura cierta prepotencia policial, notoria al comparar en sendos vistazos fríos el rostro del turista con la fotografía del documento. El bastante clásico uniforme azul oscuro de la empresa explotadora del teleférico le empujaba a esa actitud, tendente a crecerse y ocupar con imponente saturación el cubículo acristalado.

Durante unos minutos hubo en la bandeja un trasiego de papeles y bolígrafos que sonaba en el silencio tenso a que se había reducido la comunicación.

—Que disfruten del viaje —les deseó el taquillero, de nuevo amable.

Pierre ya se había retirado hacia sus tres acompañantes sin sentirse obligado a la menor despedida.

La luz exterior entraba de nuevo a través de la ventanilla.

Los cuatro turistas se dirigieron al andén donde la roja cabina del teleférico aguardaba vacía, las puertas abiertas. Pierre recibió reproches por haber pagado los tickets antes de preguntar si los había de ida y vuelta.

—Se ve que eres un ricachón y te sobra el dinero —le espetó Gérard, sin desperdiciar la ocasión de devolver las pullas del aparcamiento.

—En ninguna parte dice que se pueda comprar el regreso —contestó Pierre, y en el acto sus palabras resonaron inquietantes.

Un timbre rompió el clima de estupor. Avisaba del cierre de puertas y la inminente salida.

A través de la polea el arranque imprimió a la cabina una oscilación de columpio; en el vaivén los pasajeros se fueron los unos contra los otros, perdido el equilibrio. Pero Pierre mantuvo un mínimo control de las extremidades superiores, el suficiente para comprobar, a través del tejido del pantalón, que las nalgas de Agnés poseían la dureza que aparentaban, la propia de una atleta en plena forma.

El grito de protesta de Agnés se fundió con los de sobresalto proferidos por los demás al verse zarandeados. Miró hacia Pierre con la boca fruncida en clara expresión de disgusto, pero Pierre fingía interesarse por el paisaje visible al otro lado de la ventanilla.

El vagón del teleférico ganaba rápida altura. En su aproximación frontal hacia la formidable primera pared montañosa avanzaba más metros hacia arriba que hacia adelante. Los edificios de la estación de partida y los vehículos del aparcamiento se reducían a ojos vista y pronto parecieron una maqueta. En la dirección contraria, la estación intermedia, asomada al borde del precipicio, iba cobrando proporciones.

Un olor a cloaca infestó el aire del vagón. Con la nariz arrugada, los pasajeros cruzaron miradas interrogativas. Pierre giró el rostro hacia el cristal. Los labios le temblaron en movimiento casi imperceptible, como si reprimiera a duras penas una sonrisa. Con habilidad extrajo y manipuló los componentes para encender una pipa y, en menos de un minuto, la cazoleta despedía un humo azulado y dulzón.

Aunque era un olor preferible, cargaba el aire y picaba en la nariz. Brigitte señaló ceñuda una placa atornillada a la pared. Mediante líneas esquemáticas representaba un cigarrillo tachado por un aspa roja.

—¿Y qué? No estoy fumando un cigarrillo… ¡Y, además, déjame en paz con lo políticamente correcto! ¡Estoy harto de esas cursilerías! ¡Cuando era niño la gente fumaba hasta en el cine!

—¡Qué tendrá que ver…! —exclamó Gérard, más congestionado por la dificultad para respirar que por la cólera.

La mirada de Pierre brincó hasta Gérard:

—A propósito, don Bohemio, ya que hablas; miedo me da preguntarte si has reservado en el restaurante de arriba, como te encargaste de hacer.

Agnés se adelantó para rebajar la tensión con un tono moderado:

—Nos guardan hacia las dos una mesa de cuatro, la pegada al ventanal.

—La de las vistas panorámicas, vamos… —completó Gérard, y en ese instante concibió el propósito de, una vez, sentados, y a la vista de las cimas blancas y los frondosos bosques, hablar de los paisajes por él pintados, cuadros dignos de ser expuestos en una galería de alto nivel.

Hasta llegar a la estación intermedia, minutos después, permanecieron en áspero silencio, entregado cada cual a sus cálculos y a la callada formulación de reproches e improperios. Al encarrilarse en el andén, la cabina sufrió algunas sacudidas. Agnés se había colocado con la espalda pegada a la pared, firmemente asida a una barra de sujeción, y se mantuvo al margen del baile de cuerpos.

Detenido el vagón y restablecido el equilibrio, Pierre dio en el suelo un zapatazo de fastidio, a plena suela, como si nadie lo viera ni pudiera extrañarse a causa de su reacción.

Brigitte iba a preguntarle qué demonios le pasaba, si se podía saber, pero en ese momento se abrieron las puertas y entró una mujer a quien, debido a la gran cantidad de prendas con que se abrigaba, era difícil en el primer instante atribuir una edad.

Su buenos días permitió apreciar que se trataba de una mujer entrada en años pero dotada de una notable fortaleza anímica. Al despojarse del gorro, tejido con apretado dibujo de lana multicolor, la cabellera gris, casi blanca, confirmó el timbre respetable de la voz. Al mismo tiempo, una luminosidad entre astuta y cordial se encendió en sus ojos claros.

Los excursionistas todavía no habían contestado de palabra al saludo de la mujer, aunque sí con unos débiles sonidos guturales o nasales, cuando ella se animó a iniciar conversación. Con maneras corteses les preguntó por su procedencia, por los planes para el día por delante. Si bien no encontraba respuesta, tampoco dejaba que el mutismo de sus inéditos interlocutores se hiciera demasiado patente, y prolongaba la palabrería, demostrando conocer la comarca como cualquier nativo.

La fuerza persuasiva de su charla consiguió al fin arrancar alguna contestación de las jóvenes, mientras los hombres resoplaban y movían las cejas. Sonsacó el nombre del restaurante donde pensaban comer, así como la ruta de la caminata proyectada hasta esa hora, ponderando con interesada zalamería ambas elecciones. Cuando creyó ganada alguna confianza extrajo de un bolsillo un envoltorio de tela.

—Mis cartas nos permitirán asegurar si son buenas elecciones o no.

Mientras desenvolvía un mazo de naipes sintió sobre sí cuatro miradas recelosas. 

—Nunca fallan, no se preocupen.

—¡No se preocupe usted, que nosotros no nos preocupamos, porque nos va usted a dejar en paz! —explotó Pierre.

—No pierden nada por escuchar lo que estas cartas…

Pierre la interrumpió de un manotazo.

—¡Váyase con su monserga a otra parte, vieja pirada! ¡No vamos a poner en juego nuestro equilibrio mental con sus chifladuras!

Algunas cartas salieron despedidas y cayeron al suelo; una quedó a la vista. “Le Fou”, rezaba un rótulo al pie de un vagabundo que caminaba llevando al hombro un hatillo, y pegado a la pierna un perro que le clavaba los dientes.

Brigitte se agachaba para ayudar a la mujer pero al leer el rótulo se incorporó, se llevó una mano a la boca y retrocedió hasta una esquina.

Gérard dio un paso para interponerse en la trayectoria de Pierre, quien parecía dispuesto a empujar a la mujer, y le susurró a ésta:

—Mejor olvídelo, oiga. No necesitamos nada de eso.

Las palabras de Agnés coincidieron con la llegada a la estación final y sirvieron para cerrar el malogrado encuentro, que para la mujer condujo a la humillante recuperación de las pequeñas cartulinas rectangulares desparramadas por el suelo mientras los excursionistas salían del vagón a zancadas:

—Se ha confundido usted, buena mujer. Ha topado con personas inteligentes y equilibradas… En una palabra, mentalmente sanas. Y no necesitamos que unos cromos nos digan nada de nuestro destino porque nuestro destino lo trazamos nosotros. Que pase un buen día.

Desde el porche de Le restaurant alpine, el maître —las manos a la espalda del chaqué recién planchado— contempló al grupo salir del teleférico y en la distancia contó cuatro.

—Ahí están los parisinos de las dos —musitó bajo el bigote de guías afiladas.

Los parisinos llevaban en el bolsillo los billetes de ida, ya gastados.

Luis Pérez Ortiz, diciembre de 2004

(Publicado en Massaconfusa, 2006)

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