Te puedo contar que, cuando aún estudiaba en el instituto, al volver de clase me cruzaba cada día con la colegiala india, en el mismo sitio de una ancha acera, ante el Auditorio.
Te aclaro que no era india pero que lo parecía, india de la India, a tal punto que probablemente tuviera algún oriental entre sus antepasados.
Era una chica muy grácil: delgada, alta, de huesos largos y movimientos armoniosos; de tez dorada, aun en invierno, y de pelo muy oscuro. Tez dorada, así lo recuerdo: no bronceada sino dorada, y ojalá con esta descripción te puedas hacer una idea. Llevaba uniforme de colegio de monjas, verde; a veces, los calcetines caídos. Siempre caminaba junto a otra colegiala, que era completamente distinta: baja y fornida, de pelo claro (no rubio: incoloro, si tal cosa es posible) y sonrosada piel pecosa, como la de las mujeres de regiones húmedas que pasan el tiempo en casa y reciben rayos solares pocos días al año.
Andarían, como yo, por los quince.
La acera tenía una perspectiva kilométrica y nos divisábamos desde bastante lejos. Disimulábamos hasta el momento del cruce, mientras en un campanario de los alrededores sonaban las dos, y entonces nos mirábamos con intensidad, al final de reojo, sin volvernos nunca, yo al menos.
Era el mejor instante del día. Conforme se aproximaba, el corazón aceleraba el ritmo.
Había rutas más directas para regresar a casa, no voy a ocultártelo, pero daba un rodeo por la gasolinera El Carburador para enfilar la acera del Auditorio y ver a la colegiala india, sus ojos color miel iluminada, su dulce sonrisa leve, sus piernas esbeltas, su caminar melodioso; para cruzarme con ella y creer que también ella se fijaba en mí.
Aquí debería autorretratarme un poco, me parece. Si recuerdas por fotos, en aquella época del instituto yo vestía con deliberada extravagancia. Usaba gorra o boina, llevaba la camisa por fuera hasta las rodillas, pantalones adornados con ostensibles remiendos, larga melena; una especie de macuto o morral para cargar en bandolera libros (siempre uno de Hesse, y el Werther) y cuadernos y algún objeto exótico: pipas de kif, gafas de aviador, guantes sin dedos… Era una extravagancia compuesta de estética y provocación, dirigida esta a quienes en el vecindario seguían con sumisión las pautas de la moda. Sus conversaciones, reflejo del conformismo gregario no sólo no me interesaban sino que me fastidiaban, por la pobreza de espíritu que ponían de manifiesto, y contra todo ello se dirigía mi desafío, que también incluía un repertorio de frases cortantes para espetar a quien estropease con una vulgaridad la conversación.
Era una forma de reaccionar contra quienes habían sido mis amigos, contra esa amistad de la que renegaba una vez desatado con gran ímpetu el sentimiento romántico al hacer eclosión la adolescencia; contra aquellos con quienes ya no me reunía para pasar tardes vacías, en un rito de espera de la vida adulta rellenado con charlas sobre coches, motos y ropa y con partidas de cartas o paseos para fumar un cigarrillo tras otro. La cultura era algo remoto y la política solía ser atajada por salidas muy conservadoras. De todo ello quería apartarme con una actitud más individualista.
Entonces me gustaba salir en invierno a pasear sin rumbo antes de la cena, con las manos en los bolsillos del abrigo. Me detenía en los escaparates de las librerías e imaginaba el contenido de los libros a través de las portadas. Tenía temperamento soñador y sereno, incluso flemático, con venas irónicas, no como ahora, siempre tenso y ansioso, sin disfrutar ni un solo instante de sosiego, ni siquiera durante el sueño.
En la primavera de aquel año me despertaba espontáneamente, sin necesidad de despertador o de que mi madre avisara desde la puerta antes de irse a la oficina. Cuando ella llegaba —se oía el ruido de una baldosa suelta en el pasillo— yo estaba ya despierto y despejado, acaso anotando algún sueño que después contaría en alguna de las cartas. Leía libros de psicología, empeñado en acceder a las claves inconscientes del comportamiento, y muchas novelas. Mientras desayunaba, antes de salir hacia el instituto, veía alzarse entre los edificios el imponente disco solar tras haber creado en el cielo de Oriente una sinfonía de rosados, naranjas y amarillos. Junto a las ventanas del salón estaba el tocadiscos. Escuchaba cada mañana arias de Verdi y alcanzaba un estado de ánimo, semejante al éxtasis, gracias al cual el trayecto hasta el instituto se convertía en una sucesión de alicientes. A veces llegaba con margen para dar una vuelta por los jardines del Observatorio Astronómico y contemplar la superficie móvil del estanque, junto al pabellón que albergaba un fragmento de la Luna.
La mañana transcurría llena de estímulos y detalles para el observador. Las incidencias de cada clase, las charlas intermedias, los corrillos en los recreos, hacían que el tiempo volara. En momentos sueltos pensaba en algo que incluiría en la carta pendiente de escribir; anotaba una observación para desarrollarla o apuntaba alguna ocurrencia humorística. Pero durante la última clase, y más según se acercaba el final de la hora, pensaba con impaciencia en la colegiala india: anticipaba el descenso por la ancha acera de una calle larga, y a medida que caminaba crecía mi excitación, la velocidad de los latidos.
A su hora, doblaba puntual la esquina del fondo, la del Auditorio, la colegiala india con su acompañante, enfrascadas en charla de paso corto, pero pendientes como yo del instante celestial que se avecinaba.
La colegiala india era lo más perfecto de mi mundo. Te la describiré otra vez: su figura esbelta, sus movimientos armoniosos, sus ojos luminosos de almendrada regularidad, el juego de suaves curvas entre piel dorada y huesos y tiernos tejidos intermedios en frente, pómulos, barbilla, el cuello largo, besable en cada recoveco, la sonrisa profunda y radiante…
No necesitaba acercarme más. Creo que la contemplaba y miraba tan entregadamente que la absorbía. Luego, además, la soñaba. Me relacionaba con ella como si fuera a estar siempre cerca; como si, ocurriese lo que ocurriese, cada día la fuese a terminar viendo, siquiera un instante; como si cada día fuese a terminar cruzándome con ella y fuésemos a cambiar miradas radiantes y amorosas.
En aquella primavera yo era feliz.
Pero un sábado, poco antes del veraneo, salí por la tarde con unos vecinos a la cafetería Parsifal. No iba muy a gusto con la compañía: llevaban ropa de marca, hablaban (con deje afectado) de coches, motos, dinero, vestuario. Y, por supuesto, de chicas (ellos decían “tías”), en términos cinegéticos. Quizá era eso lo que más me molestaba: mi orientación era romántica y cultivaba sentimientos estéticos, mientras que ellos, alumnos de colegio de curas la mayoría, iban al grano: conseguir el máximo de concesiones (una tía que tragase) para luego poder contarlo y presumir.
Aquel sábado apareció de repente en un grupo la colegiala india, con ropa de calle, y hubo una aproximación y mezcla de ambos grupos en la puerta de la cafetería. No me gustaba el ambiente, ni la idea de colarse en una discoteca, aunque me acerqué a ella, que reía nerviosa alguna de las frases provocativas lanzadas por mis compañeros. Uno la conocía e hizo aparte una fea observación sobre ella, sobre lo más o menos fácil que podía resultar a la hora de magrearse en la penumbra de un pub. Tal vez dijo ‘morrearse’. En aquel momento, yo tenía cierto retraso: mi ritmo hormonal estaba algo desfasado, y no compartía con los reunidos el furor que les animaba, el ansia de ligar para besar, morder, acariciar, sobar, morrear, darse el lote, el filete, el festín, meter mano, pillar, acercarse lo más posible al acto, el mitificado acto sexual, el acto por antonomasia. Mis impulsos en ese sentido eran todavía insignificantes, lo que unido al individualismo, al desinterés por las actividades gregarias, hacía que no me sintiera cómodo allí. Pero no apartaba mi vista de la colegiala, fascinado por su aspecto de calle, sin el uniforme. La miraba, veía cómo intentaba averiguar mi nombre (hablaba con otros mirando hacia mí). Yo no conseguí el suyo a la primera.
Entonces se rió por algo, no le dio tiempo a taparse la boca con la mano y vi que tenía un premolar totalmente cariado.
De inmediato, la visión de aquella pieza carcomida y oscura se convirtió en una imagen obsesionante. El contraste de bello rostro y cuerpo grácil, por un lado, con la podredumbre y la enfermedad que albergaba la boca, por otro, tuvo un efecto tremendo.
Te confieso que muchas veces me lanzo a imaginar qué habría sido de mi vida si aquella tarde hubiéramos empezado a salir juntos, primero en grupo, luego solos.
Te preguntarás por qué fui aquella tarde a la cafetería Parsifal. Pues porque había insistido un vecino que estudiaba música. Tenía una mentalidad más abierta y una visión de las chicas más considerada y sensible que los cazadores. Por eso fui, pero no me gustó ver a la colegiala integrada en aquel ambiente. Su ropa civil era a la moda, impersonal, mero signo de estatus. Entonces era un dato de gran importancia.
Pensarás que fue estúpido reaccionar con semejante rechazo sólo por verla en allí y descubrir, a la vez, una fea caries en su sonrisa. Muy arbitrario… ¡sobre todo si tienes en cuenta que en aquel momento yo también estaba allí, y también con alguna caries en la dentadura, aunque la ocultase!
Tardé una eternidad en volver a verla. En el curso siguiente cambiaban los horarios. Yo, además, cambié de recorrido. Si bien no la olvidé del todo, conocerla fuera del habitual encuentro diario cerca del Auditorio me había decepcionado y bloqueado.
Aunque alguna vez salía con chicas a pubs y cafeterías, a conciertos o al cine, no la busqué, y podía haberlo hecho.
Absurdo, ¿no te parece? La visión de su caries, en lugar de conmoverme, inspirarme el deseo de un acercamiento simpatizante (todos hemos tenido alguna vez caries, lo sé bien, y aspiramos a no ser arrojados a las tinieblas por ello), había deshecho de golpe el encanto con que se aparecía ante mí, en la realidad y en el pensamiento.
Qué quieres… Tal vez influyese también el que no vistiera su uniforme de colegiala y el que el ambiente fuese de tan desbocado ligoteo. Tuve unos celos bestiales: yo quería paseos románticos, besos amorosos, y detestaba aquel ambiente de cacería.
Años después volvimos a vernos, por última vez hasta hoy, en una manifestación de protesta estudiantil. Supongo que ambos éramos universitarios y nos habíamos sumado a aquella concentración. La vi justo cuando la Policía inició la primera carga y se desataron movimientos de oleaje incontrolable en la multitud. Fue dramático porque ella también me había visto, pero la marea humana impedía la aproximación. Ella estaba en una ola y yo en otra, y ambas se cruzaban. El griterío y el pánico hacían imposible cualquier otra comunicación que no fuese la mirada. Sus ojos, destacados como si flotaran en medio de la masa amorfa y borrosa —ocurrió de noche y en una barriada periférica, mal iluminada— eran los mismos, de color miel y dotados de una vividez impresionante. Forcejeamos un rato, angustiados, tratando de encontrarnos, de reunirnos, pero la tormenta humana que se había desatado lo impidió por completo: nos perdimos de vista. Además, era urgente huir de la Policía.
¿Dónde estará ahora?
En el recuerdo, ella aparece como la figura real más aproximada al prototipo de belleza femenina: su cuerpo ceñido muscularmente al esqueleto, tal y como se podía apreciar en la armoniosa cadencia de los movimientos al caminar, girar, detenerse, volver despacio la cabeza, orientar la mirada, echar el cabello hacia atrás… La envolvía un aire de fresca antigüedad, no sé cómo decirlo…
Si uno cierra los ojos puede perfectamente imaginarla en un mediodía dorado a la orilla frondosa de un río ancho y lento de cualquier latitud o época. La veía integrada en los escenarios de mis paseos románticos: las playas del norte, ciertas horas crepusculares, los bosques y cuevas, los lugares con luz apta para la ensoñación, propicios a la inspiración poética y la fusión amorosa, con testigos tan poderosos como el sol, la luna, las estrellas, el mar, las constelaciones, determinados ríos… lugares donde se podía comprobar si la unión era genuina, y en todos esos lugares veía junto a mí a la colegiala, el brillo azulado del blanco de sus grandes ojos en contraste con la piel dorada, sedosa en las suaves curvas de los pómulos, la nariz, el cuello, sin olvidar el proporcionado juego de senos y prominencias en la frente que, siendo amplia, no parecía desde ángulo alguno ni ancha ni alta…
Me relacionaba con ella como si siempre fuera a estar cerca y, en cierto modo, así sigue siendo. Y cuando cada mañana, tras dar a mi esposa un civilizado beso de despedida, con los mejores deseos para la jornada, desciendo a la consulta, atravieso la sala de espera y entro en la dependencia donde la enfermera —a quien doy los buenos días con un efusivo beso que me permite notar la ligereza del tejido de su bata— pone a punto el sillón anatómico, las lámparas, los juegos de tornos y el resto del instrumental, me fijo de reojo en las caras de los pacientes con la esperanza de que una casualidad que no sería tal trajera al sillón de mi consulta a la colegiala india, ya mujer.
Desde que hace años abrí mi consulta de odontólogo nada más terminar la carrera, no ha habido día en que no haya renovado la esperanza de que ella reaparezca en mi vida, no haya examinado de rápido vistazo los rostros de mis pacientes aguardando en la sala.
Sé que el día llegará y si para algo estoy preparado en esta vida es para ese momento.
Esta es la primera carta que te envío a tu nuevo destino en la Universidad de Benarés.
¡Me alegró tanto saber que después de llevar toda la vida en Maryland te hayas decidido a salir y conocer otros países! Aunque no acabo de entender qué puede enseñar una psiquiatra norteamericana a alumnos de una tradición cultural tan distinta en lo relativo a la mente… pero estoy seguro de que tu carrera profesional da con esto un salto adelante. Lo que lamento es que no te hayas decidido por un destino europeo porque, contando con mi insuperable miedo a viajar en avión, perdemos una oportunidad de conocernos en persona. Sigo encontrando increíble que tras más de dos décadas carteándonos sólo nos conozcamos por fotografías. Por cierto, tu nuevo peinado te favorece más que el anterior: tu rostro quedaba velado por la enorme melena rubia y ahora aparece más visible y despejado. Como en tu foto con dieciséis años por la que te escogí en clase de inglés cuando el profesor sugirió cartearse con británicos o norteamericanos para practicar el idioma.
Te envío la evocación que me pedías para tu encuesta sobre la sentimentalidad adolescente. Un escrito con recuerdos quinceañeros, si lo he entendido bien. Nunca me había expresado con tanta intimidad en nuestras cartas. Espero que no quedes abrumada y que te sea útil, y que si esa encuesta se termina publicando en alguna revista de tu gremio e incluye mi relato, me envíes un ejemplar. Espero también que cuando me escribas no ocurra con tanta demora como la última vez y que, además de contarme tus impresiones de un mundo tan nuevo para ti, no vuelvas a olvidarte de mi consulta por de la creciente propensión a la agorafobia que observo en mi comportamiento. ¡Me preocupa!
Por cierto, no has entendido mis observaciones sobre la reencarnación. Tu típica respuesta científica me hace ver que no tomaste la idea como un mero juego especulativo, pero insisto en proponértelo para que puedas comprender mejor la realidad de tu nuevo país de destino.
Con el cariño de tu veterano y semidesconocido corresponsal,
1 de abril de 2006