Luis Pérez Ortiz (LPO)

AUTORRETRATO CON ÁRBOLES

Soy amigo de los árboles. He plantado alguno. Y he escrito libros, y tenido una hija. Pero mi vida debe de ser menos oriental de lo supuesto porque me parece siempre en sus comienzos, lejos de estar cumplida. Entre tanto, me preocupa que sea perniciosa para los árboles, a pesar de que reutilizo papeles por el lado no impreso, y apuro la menuda caligrafía, aunque sin llegar a lo exhaustivo, al horror vacui o economía extrema del bueno de Robert Walser en el sanatorio alpino.

El primer dibujo que publiqué, en “El cocodrilo Leopoldo”, estaba trazado en el reverso de unos estudios topográficos que mi padre había traído de la oficina. Pero uso cantidades ingentes de papel: escribo constantemente en cuadernos y en papeles sueltos; dibujo constantemente en blocs y en papeles sueltos. Al apurar el espacio blanco, los lados y las caras, pienso en los árboles concretos convertidos en lonchas, en láminas, desfoliados por mi demanda continua.

De las filas de cuadernos y las pilas de carpetas han salido unos pocos textos hacia el procesador, donde se reelaboran de otro modo. Este mismo, ahora transmutándose y adquiriendo fisonomía tipográfica, procede de un cuaderno de bolsillo que un francés llamaría cahier y un inglés notebook, y está escrito entre una cafetería y el andén de una estación de cercanías antes que en el teclado del ordenador. El hombre contemporáneo toma entonces el puesto del hombre extemporáneo —apegado al manuscrito y a las sensaciones físicas inherentes al acto de escribir— y asume la tarea de exportar algún escrito al mundo, transformarlo hasta convertirlo en archivo electrónico y publicarlo con formato de novela (La escondida senda, Apuntes de Malpaís, Baleario de almas, Anonimato…), artículo, relato, comentario cinematográfico… Mientras, el texto se imprime y reimprime, en sus versiones sucesivas, tachadas, anotadas y reescritas, en folios que se van saturando de caracteres y apilando, junto a las colecciones caóticas de bocetos y esbozos previos a los centenares o miles de dibujos (alguno de los cuales a su vez exportados para ganarme la vida), en medio de un apretado parque de libros, revistas, periódicos y recortes, sin excluir folletos turísticos y mapas. ¿Puede uno tirar esos maravillosos mapas suizos panorámicos dibujados a mano alzada?

En el Ramiro de Maeztu, conquistaba el imprescindible prestigio entre los compañeros caricaturizando a los profesores. En Bellas Artes no desentonaba estar todo el día enfrascado en blocs, incluso durante eventuales conversaciones en la mesa del comedor. En Filosofía aprendí a descifrar escritos e intenté vacunarme contra la palabrería ampulosa, acostumbrarme a eliminarla de mis cuadernos, tarea interminable.

Cuando mi trabajo fructifique lo bastante, compraré un bosque, o lo plantaré, y a sus árboles agradeceré a diario que sus compañeros, además de las funciones biotópicas y la emoción paisajística, tan valiosas, me proporcionen desde niño con sus tejidos la herramienta sobre la que urdir y tejer cada jornada escritos y dibujos, una manera de vivir, una forma de estar en el mundo. Y en lo que no es el mundo.