El sol acababa de ponerse y no se distinguían bien los movimientos de la pradera. Tampoco el contorno de quien caminaba al fondo, junto a lo que parecía un perro.
Pero yo, sentado en el porche, sabía quién era, quién avanzaba pausadamente pero en un instante estaba a pocos metros, a punto de bordear la casa hacia el pueblo.
Tantos años, y era inconfundible. La llamé. Nos saludamos, como conocidos. El perro, nunca visto, me miraba con familiaridad. Ella tenía la misma piel dorada del final de los veranos, y al sonreír guiñaba los ojos de igual manera.
Salvé decididamente el metro y medio que nos separaba y la besé en el cuello. Amagó retirarse, un gesto mínimo, pero seguía parloteando. Mis labios lo notaban en su garganta.
Besaban con intensidad creciente y ella empezó a responder, desdibujando sus palabras
civilizadas, antes de que yo las succionara.
Al levantar la cabeza, la pradera era playa, la de las tardes adolescentes en largo y cortado silencio, a la espera de aquel paso vehemente.
Dos momentos de la eternidad. Entre medias, una vida de viajes, carrera, familia, negocios.
Estabas distraído, musitó ella.
Luis Pérez Ortiz
(Publicado en Confluencia, Northern Colorado, 2012)